Cuatro
niños pequeños se asoman tras la ventana,
con
sus pequeños ojitos traslucidos y destellantes
largas
inquietantes pestañas, miradas inocentes.
Sus
corazones laten casi con un son inconsciente
hoy
no pueden correr al patio a su consolante juego
el frío y el viento están afuera jugando por ellos.
Tres candidos niños y una menuda doncella
con
sus dos morenas trenzas colgando
rasgados
ojos negros que se cubre con sus albas manos.
Los
chicos corren a través de los muebles
se
tropiezan con manteles y mesas
buscando
el certero escondite bajo camas y puertas.
La
tenue luz interior tintinea y en las afueras el recio invierno pega,
de
pronto la puerta principal se abre y aparece ella
era
la madre que venia cargada de bolsos y chaqueta empapada.
El
mayor de los chicos corre al percibir su llegada, era la adorada,
su
amada madre retornaba al hogar tras un largo día de labor,
el
cansancio la atestaba pero una sonrisa afloraba en sus labios para ellos.
Pronto
llegaron a abrazarla sus otros traviesos chiquillos, sus manos estaban frías
pero
sus hijos sonreían, le quitaban las bolsas de las manos para sacar golosinas
los
envoltorios de papel se juntaban en el suelo, el dulzor del día había llegado.
La helada
noche caía y la madre se sentaba por fin a beber su tacita de te,
su
hijo menor aspiraba su olor a crema mientras se agarraba a sus faldas,
añoraba
posar sus almendrados cabellos sobre el amoroso regazo de su mamita.
Mas
tarde el pequeño se rindió ante los sueños, su rostro mostraba paz angelical
la
madre lo condujo en sus brazos a la cama, sus otros hijos ya dormían,
un
suave aroma a inocencia se mecía en la habitación, era la paz plena.
Las
blancas sabanas cubrían las tibias almas de los infantes, eran sus cuatro
hijos,
cuatro
dulces frutos, cuatro estaciones, trébol de cuatro hojas y una cruz
su
mas grande bendición maternal, el amor mas eterno
las
flores mas bellas arrancadas al prematuro amanecer.
El valor de la infancia, dedicado a mi querida abuela y sus cuatro hijos.
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